sábado, 28 de noviembre de 2009

Incoherencias en noviembre

Noviembre, mes de cambio. Del verano tardío al invierno temprano, sin pasar apenas por el otoño olvidado por estas tierras castellanas de clima extremo.

En noviembre, precisamente, las palabras que cargaba a mi espalda (junto a otras muchas cosas, casi todas piedras que debí tirar hace mucho para que la corriente del tiempo las erosionara pero que, taciturno, me sigo empeñando en arrastrar conmigo) se perdieron por el camino y dejaron dolorido mi costado, además de mi corazón, pero ya no hay vuelta atrás. Lo difícil que resultaba mantener las distancias así lo indicaba. Respirar tu aliento era una tentación demasiado grande y perder la mirada en cualquier dirección jugaba a ser un alivio pasajero que se convertía en una tortura anhelada al encontrarme con tus ojos, entonces casi verdes, a través del velo de agua y sal que tus lágrimas dejaron al caer. Y un abrazo era el premio de consolación que calmaba nuestra angustia y difuminaba el temor al mañana.

Los planes que habíamos hecho llovieron en mi cabeza como miles de estrellas fugaces en cuanto apagué la luz. Recogí todas las instantáneas del futuro que ya no tendremos y las coleccioné con nostalgia para recordarme lo que perdí por establecer una ley física inexistente sobre cantidades cualitativas correspondientes... Ley que, por supuesto, mis manos siguieron ignorando.

Las dudas me golpearon con fuerza, con puños cerrados y palmas abiertas y, armadas con tus lágrimas, desgarraron mi alma con cuchilladas de culpabilidad. Y entonces acudieron a mi memoria los recuerdos, licor primero dulce y luego amargo de nostalgia, a diluir ese momento exacto de oscuridad y temor emborrachándome de ti, de nosotros, para aturdir mis sentimientos confusos y dejar paso solo a la determinación que horas antes había tocado las doce en mi reloj, marcando el final del hechizo.

Temeré todo lo temible y añoraré todo lo añorable… Pero sobre todo, no dejaré de creer en la magia que tú me enseñaste.

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