miércoles, 27 de abril de 2011

Sólo una incoherencia

No es necesario que diga mi nombre. Los que me conocéis -la mayoría de vosotros- sabéis que mi nombre refleja tan solo un atisbo de lo que puedo llegar a ser. Y para esos -me atreveré a llamar afortunados- que aún no habéis experimentado mi "compañía" -nótese la ironía que vuestro lenguaje ha causado-, está vacío de significado; en el mejor de los casos sería para vosotros sólo un conjunto de letras reunidas más o menos aleatoriamente que conforman una palabra con ligeras connotaciones básicas que otros os han conseguido transmitir al hablar. Bendita empatía humana, la vuestra.

No es necesario, pues, que diga mi nombre. Aunque estoy segura de que tarde o temprano, cuando llegue a vuestro lado, al igual que hacéis al final de vuestras vidas cuando miráis a los ojos a mi hermana mayor -la más mortal de todas mis hermanas-, me reconoceréis de inmediato.

No obstante, por si aún quedan dudas sobre mi identidad, sí puedo deciros que soy esos brazos fríos que te arropan cuando nadie más quiere abrazarte. Soy la voz que te canta en silencio, con melodía de nana, esa tristeza de las eternas noches en vela. Soy ese aliento gélido en la nuca que te para el corazón, el posterior escalofrío que despacio, casi doliendo, recorre tu piel y esa punzada en el pecho que irremediablemente le sigue, inundando tus ojos de esas lagrimas que juraste no dejar salir. Soy esa sensación de vacío imposible de llenar, el sentimiento del náufrago anónimo que se ahoga entre mareas -rara vez menguantes- de gente.

Soy, a fin de cuentas, tu única y más fiel amiga, la que siempre está contigo cuando todos los demás te dejan de lado, la que te escucha y comprende -aun sin que digas nada- cuando nadie más quiere hacerlo, mientras seca tus lágrimas al aire.

Ahora que ya todos sabéis quién soy -aunque no todos seáis verdaderamente conscientes del auténtico alcance de mi magnitud-, no tengo más excusas para retrasar lo que he venido a decir:

Os admiro.

Admiro que aún conmigo a vuestro lado, con mi peso en vuestros corazones, la mayoría sigáis viviendo -unos con más ganas que otros- vuestro día a día. Admiro esa fuerza que sólo vosotros poseéis, eso que os impulsa a seguir aunque todo parezca perdido, esa esencia que a mí me está vedada por ser eterna. Admiro incluso que seáis capaces de deshaceros de mí y me siento orgullosa de los que lo conseguís y de los que me reconocéis -sin duda, porque os he acompañado en algún momento de vuestra vida- en el brillo -ausencia de éste, más bien- de la mirada de la gente con la que os cruzáis, en sus gestos y en sus palabras. Asimismo, me enfurecen aquellos que me infravaloran, que me subestiman o me menosprecian -para ellos tengo reservada mi más intima compañía.

Y me siento orgullosa también cuando alguno de vosotros se enamora de mí y me echa de menos. Me halaga ese toque de nostalgia -no necesariamente positiva- que envuelve vuestros corazones cuando pensáis en el tiempo que estuve con vosotros.

Os admiro, sí. Os admiro y os envidio -aunque ésto no debería decirlo.

Vosotros, humanos frágiles y efímeros, sentís.

Sentís.

Tenéis esa fantástica capacidad de que la cosa mas insignificante os llene de alegría y el don de sobreponeros ante las catástrofes más atroces... Y todo simplemente porque sentís.

Y ahora, dicho algo que me debería haber guardado para mi eterna Soledad, me despido sola, como siempre, víctima de mí misma.