lunes, 18 de enero de 2010

Incoherencia número 17 (relativa a c)

En ciudades como ésta, y no diremos nombre alguno, pasa con frecuencia, casi con tanta como el dar los buenos días por la mañana o, para aquellos más entendidos el la materia a tratar, con la misma que tiene que tener un fotón como mínimo para arrancar un electrón de la superficie de algún cierto metal, que después de pasar dos días seguidos, ocho o nueve horas el primero y casi doce el segundo, estudiando magia, o como a los físicos nos gusta llamarla, cuántica, suele pasar, como digo, que en el momento menos adecuado, es decir, el del examen, algún individuo como éste del que vamos a hablar se da cuenta de que le falta justo el abra-kadabra preciso o algún pase de varita o el conejo de la chistera, que ni en la chistera ni en ningún sitio apareció ya que, reloj en mano y llegando tarde, volvió al País de las Maravillas para tomar el te. Pero todo es relativo, según parece ser, a la velocidad de la luz, a la que llamaremos c de ahora en adelante, pues es mucho más cómodo pulsar una tecla que diecinueve, veintidós si contamos el determinante artículo y el espacio previos, por no decir económico en estos tiempos de crisis, menos la misma c, que lejos de ser relativa a c, es independiente de si misma, así que ésto que tratamos, como no es c, no puede escaparse de tan coherente teoría llena de incoherencias pero que funciona y que los físicos sólo mantenemos mientras encontramos otra mejor que la sustituya y así, como si fuera unos zapatos viejos, además de incómodos, pudiéramos desechar. Muchos de los pocos lectores se preguntarán llegados a este punto que qué es relativo de ésto que cuento a c y la respuesta es muy simple para quien la pronuncia pero no para quien la escucha o, en este caso, fácil para el que la escribe y difícil para el que la lee; todo, desde el nombre de la materia a tratar, ya sea magia o cuántica, hasta la velocidad a la que el conejo se marchaba corriendo, por no decir el tiempo que pasa entre el tic y el tac de su reloj, porque hasta el tiempo es relativo a c y depende del sistema de referencia. Destaquemos pues el hecho relativo que relativamente nos incumbe, que es el resultado aún no publicado pero aun así fatídico del citado examen, pues desde mi perspectiva privilegiada de narrador, escritor de este relato, más bien, puedo saber lo que en un futuro acontece. Si lo miramos desde un sistema de referencia "estático", así, entre comillas, pues este sistema de referencia al que nos referimos con estático se estaría moviendo respecto a otro, a un tiempo coincidente con el que la grapadora unía los folios, por suerte reciclados, ya que si no habría sido mejor dejarlos en blanco para que algún otro individuo con más inspiración, aunque fuese poética o estética y no numérica como la que se requería en ese acontecimiento, pudiera aprovecharlo o rellenarlo para algo que sirviera, por ejemplo, como borrador para una futura obra maestra de la pintura o para declararle su amor a la persona que se lleva sentada al lado todo el curso o, si así lo quiere el artista, para plegarlo y replegarlo para esculpir una pieza de origami, en occidente conocido como papiroflexia salvo matices culturales que pasaremos por alto en esta ocasión, hacía clic anunciando como si fueran las doce campanadas de fin de año que dan término al mismo, el final, al menos para este individuo del que hablamos, que ya no hace falta aclarar que es estudiante, de una mañana interminable, el resultado del examen, hecho relativo que relativamente nos incumbe, es claramente debastador, enfurecedor, desolador, desmoralizador y demás calificativos -ador imaginables que continúen en la misma línea, además de deprimente y desesperante, que la continúan pero, obviamente, no son -ador, sino -nte. Sin embargo este mismo hecho, porque aunque todo sea relativo a c está claro que el hecho en sí es el mismo, solo que dese puntos de vista diferentes, puede ser enriquecedor, inspirador, motivador, alentador y demás calificativos -ador imaginables que continúen la misma línea, como antes, que esto no cambia en este nuevo sistema de referencia, salvo productivo y gratificante, que, también como antes, continúan la línea sin ser, obviamente, -ador, si ahora nos encontramos el sistema de referencia, también "estático" y también entre comillas, en los, a ojo, nueve metros cuadrados en los que el individuo del que hablamos encierra algo tan grande como su propio mundo pero que para los demás es solo su cuarto, aunque en realidad es algo menos de un cuarto del total de superficie del piso en el que desafortunadamente le encanta vivir aunque ahora eche en falta locuras de las divertidas y le sobren de las lacrimógenas, y en los que sentado en el escritorio, ante el ordenador, pues prefiere no gastar más folios inútilmente, aunque sean reciclados, además de la comodidad del teclado y de la no poco útil capacidad de volver atrás y corregir el texto sin llenarlo de tachones y anotaciones que, serpenteantes, treparían por los márgenes y se perderían haciéndose ilegibles a ojos ajenos, decide ponerse a escribir tratando de homenajear, aunque esté a años luz de conseguirlo, a uno de sus autores favoritos, pues ha conseguido relativizar un poco sus dolencias y dar lugar, no sin esfuerzo, a este denso relato que viene con instrucciones, Para entenderlo cómodamente, es necesario cambiar el sistema de referencia.

domingo, 10 de enero de 2010

Incoherencia con final feliz

No...


Así no me gusta...


Ya es hora de escribir un final feliz.

sábado, 9 de enero de 2010

Incoherencias a izquierda y derecha

Miro a la izquierda. Un niño se ríe. No sé de dónde ha salido ni qué le hace tanta gracia, pero parece que irradia felicidad. Por un instante me dejo invadir por ese entusiasmo, pero pronto unos sollozas me sacan de aquel estado que hace unos momentos no habría podido ni recordar. A mi derecha, un anciano llora. Tampoco sé de donde ha salido este hombre ni el por qué de su desdicha, pero aun sin quererlo me inspira una tremenda lástima.
Señor -el niño reclama mi atención tirándome tímidamente del brazo. En sus ojos se refleja un destello de luz, de inocencia, que los míos perdieron hace ya mucho-, ¿por qué no se está riendo?
-Bueno... -me descoloca que me trate de usted. ¿Cuándo me he hecho tan mayor? Trato de ganar unos segundos para pensar y automáticamente acude a mis labios una de mis sonrisas pintadas de silencio-. Supongo que porque ahora nada me está haciendo gracia.
-¿Es que hay que esperar a que algo te haga gracia para reír? -pregunta el niño completamente asombrado, casi disgustado o incluso decepcionado, como si le hubiera revelado el gran secreto sobre los reyes magos-. ¿Es que no es suficiente, por ejemplo, con que el cielo sea azul? ¡¡Azul!! -repitió abriendo mucho los ojos, lleno de impaciencia, como si eso lo explicara todo-. Es azul y además, ¡es enorme! ¡Nunca se acaba! Puedes disfrutarlo siempre, siempre... Y si es verano, ¡puedes comerte un helado! ¿No es suficiente motivo para reír? Vale que a veces el cielo está gris, o incluso llueve, o hace demasiado frío para comer helado... -añade antes de dejarme responder-. Pero sabiendo que otro día podrás mirar al cielo azul comiéndote un rico helado... ¿No eres feliz? ¿No puedes reírte?
La lógica del niño es aplastante, puede que no tanto su ejemplo. Y aunque lo que me ha dicho tiene sentido, mi razón no para de repetirme que se equivoca. Mi sonrisa de color silencio se acentúa y el niño, al verla, al ver a través de ella el trasfondo de mis pensamientos, rompe a llorar desconsoladamente, como si mi falta de comprensión le hubiera dolido más que un bofetón. Entonces el anciano se ríe a mi derecha. Es una risa amarga, pero sin duda, se está riendo.
-Estos niños... Tan ingenuos...-su voz suena cargada de nostalgia. Mueve la cabeza hacia los lados, como deshaciéndose de un fantasma pasado, y de su rostro huye la escasa luz que las débiles carcajadas le habían regalado por un instante, dejando en sus labios arrugados nada más que una sonrisa silenciosa, como las mías, pero ésta más fría. Al menos ha dejado de sollozar.
-Es ingenuo, pero lo que dice tiene cierto sentido -me atrevo a señalar. El niño, al oírme, relaja la intensidad de su llanto a mi izquierda.
-Tú también eres ingenuo -me examina el anciano con su vista cansada y, sobre todo, apagada-. Por eso he dicho "estos niños".
-¿Por qué? -respondo antes de pensarlo siquiera, entre sorprendido e indignado.
-Porque aún no te has dado cuenta del sitio en el que estás -mi sonrisa se borra y el niño redobla su llantina, como si no quisiera escuchar. Ante mi falta de respuesta, prosigue-. No lloras, no te lamentas. Eso sólo puede significar que no te has dado cuenta aún de que el mundo está podrido. Estás solo. Siempre lo estarás. No vale la pena luchar porque si destacas te devoran aquellos a los que antes considerabas amigos, y si no destacas no eres nadie... Y los demás nadie se unen a ti en un autocompadecimiento global llamándote amigo sólo para no sentirse tan fracasados y tan inmensamente solos, así que tampoco vale la pena no luchar. La gente se muere de hambre en unos países y en otros en los que la obesidad es algo cotidiano, se matan unos a otros por aburrimiento, o se suicidan por depresión. La esclavitud está abolida pero todos somos esclavos de los horarios que otros nos imponen. Si eres fiel a ti mismo te tachan de bicho raro como mínimo. Si te dejas llevar estás perdido, no tienes identidad. Luchar contra la corriente sólo supone que te aplaste una estampida de ovejas ciegas...
Yo también me pongo a llorar. No quiero escucharle. Prefiero quedarme con la teoría del cielo azul del niño que fui, aunque mis años de experiencia se crean más las palabras frías del anciano en el que algún día me convertiré.