sábado, 9 de enero de 2010

Incoherencias a izquierda y derecha

Miro a la izquierda. Un niño se ríe. No sé de dónde ha salido ni qué le hace tanta gracia, pero parece que irradia felicidad. Por un instante me dejo invadir por ese entusiasmo, pero pronto unos sollozas me sacan de aquel estado que hace unos momentos no habría podido ni recordar. A mi derecha, un anciano llora. Tampoco sé de donde ha salido este hombre ni el por qué de su desdicha, pero aun sin quererlo me inspira una tremenda lástima.
Señor -el niño reclama mi atención tirándome tímidamente del brazo. En sus ojos se refleja un destello de luz, de inocencia, que los míos perdieron hace ya mucho-, ¿por qué no se está riendo?
-Bueno... -me descoloca que me trate de usted. ¿Cuándo me he hecho tan mayor? Trato de ganar unos segundos para pensar y automáticamente acude a mis labios una de mis sonrisas pintadas de silencio-. Supongo que porque ahora nada me está haciendo gracia.
-¿Es que hay que esperar a que algo te haga gracia para reír? -pregunta el niño completamente asombrado, casi disgustado o incluso decepcionado, como si le hubiera revelado el gran secreto sobre los reyes magos-. ¿Es que no es suficiente, por ejemplo, con que el cielo sea azul? ¡¡Azul!! -repitió abriendo mucho los ojos, lleno de impaciencia, como si eso lo explicara todo-. Es azul y además, ¡es enorme! ¡Nunca se acaba! Puedes disfrutarlo siempre, siempre... Y si es verano, ¡puedes comerte un helado! ¿No es suficiente motivo para reír? Vale que a veces el cielo está gris, o incluso llueve, o hace demasiado frío para comer helado... -añade antes de dejarme responder-. Pero sabiendo que otro día podrás mirar al cielo azul comiéndote un rico helado... ¿No eres feliz? ¿No puedes reírte?
La lógica del niño es aplastante, puede que no tanto su ejemplo. Y aunque lo que me ha dicho tiene sentido, mi razón no para de repetirme que se equivoca. Mi sonrisa de color silencio se acentúa y el niño, al verla, al ver a través de ella el trasfondo de mis pensamientos, rompe a llorar desconsoladamente, como si mi falta de comprensión le hubiera dolido más que un bofetón. Entonces el anciano se ríe a mi derecha. Es una risa amarga, pero sin duda, se está riendo.
-Estos niños... Tan ingenuos...-su voz suena cargada de nostalgia. Mueve la cabeza hacia los lados, como deshaciéndose de un fantasma pasado, y de su rostro huye la escasa luz que las débiles carcajadas le habían regalado por un instante, dejando en sus labios arrugados nada más que una sonrisa silenciosa, como las mías, pero ésta más fría. Al menos ha dejado de sollozar.
-Es ingenuo, pero lo que dice tiene cierto sentido -me atrevo a señalar. El niño, al oírme, relaja la intensidad de su llanto a mi izquierda.
-Tú también eres ingenuo -me examina el anciano con su vista cansada y, sobre todo, apagada-. Por eso he dicho "estos niños".
-¿Por qué? -respondo antes de pensarlo siquiera, entre sorprendido e indignado.
-Porque aún no te has dado cuenta del sitio en el que estás -mi sonrisa se borra y el niño redobla su llantina, como si no quisiera escuchar. Ante mi falta de respuesta, prosigue-. No lloras, no te lamentas. Eso sólo puede significar que no te has dado cuenta aún de que el mundo está podrido. Estás solo. Siempre lo estarás. No vale la pena luchar porque si destacas te devoran aquellos a los que antes considerabas amigos, y si no destacas no eres nadie... Y los demás nadie se unen a ti en un autocompadecimiento global llamándote amigo sólo para no sentirse tan fracasados y tan inmensamente solos, así que tampoco vale la pena no luchar. La gente se muere de hambre en unos países y en otros en los que la obesidad es algo cotidiano, se matan unos a otros por aburrimiento, o se suicidan por depresión. La esclavitud está abolida pero todos somos esclavos de los horarios que otros nos imponen. Si eres fiel a ti mismo te tachan de bicho raro como mínimo. Si te dejas llevar estás perdido, no tienes identidad. Luchar contra la corriente sólo supone que te aplaste una estampida de ovejas ciegas...
Yo también me pongo a llorar. No quiero escucharle. Prefiero quedarme con la teoría del cielo azul del niño que fui, aunque mis años de experiencia se crean más las palabras frías del anciano en el que algún día me convertiré.

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