Me despierto. Todavía
siento el dolor de piernas que me he ganado a pulso estos días y el agotamiento
cargándome la espalda. No sé qué hora es ni, de momento, tiene mucha
importancia para mí saberlo. Por desgracia, sí sé dónde estoy. Habría sido un
feliz instante ese de desorientación que a veces sufro por las mañanas. La luz,
radiante, casi ofensiva para mis ojos, entra por la ventana que anoche me olvidé
de cubrir con la espesa cortina azul cielo nocturno. La otra ventana, la que está
justo al lado de mi cama, con la cortina completamente echada, mantiene una
ilusión de oscuridad que se deshace por momentos, dejándome inmerso en un limbo
de penumbra.
Maldición, me he
vuelto a despertar. Fuera debe ser completamente de día. En mi estómago, un
mordisco de remordimientos me empuja a sacar el brazo izquierdo por encima de
las sabanas y echarle un vistazo al reloj. Doble maldición. Es demasiado tarde
para hacer alguna de las cosas de la (interminable) lista que tengo archivada
en mi cerebro. El lunes me tocará madrugar más de lo previsto.
Café frío y un
(nada saludable pero delicioso) croissant relleno de chocolate para desayunar. Echo
de menos mis desayunos completos y equilibrados... Espero que me esperen a mi
regreso a casa. Al terminar de saborear el último trago de café frío con leche
y masticar los restos de azúcar mal disueltos (eso explica el por qué del sabor
desagradable del café) me doy cuenta de que es, en realidad, la hora de comer,
así que, como mi hipotálamo no funciona correctamente desde que llegué aquí y
se olvida de producirme sensaciones tan básicas como sed o hambre, me obligo a
ingerir algo acompañado de pan de hace dos días. Qué más da, ni a mi boca ni a
mi estomago les importará demasiado la diferencia.
Espero que mis
mañanas no sean todas así a partir de ahora.
Abro la ventana.
Un poco de aire fresco, aunque en días de verano tardío como los de hoy sea
solo una expresión, me sentará bien.
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