viernes, 21 de octubre de 2011

Prólogo de una historia incoherente, aún por terminar

Eran dos. Al principio eran dos. Noche y día. Blanco y negro. Luz y oscuridad. Creación y destrucción.
Eran dos, y eran opuestos. Opuestos y todopoderosos. Y como eran opuestos y todopoderosos, se odiaban. Se odiaban y se peleaban. Estaban en guerra continua. Si uno creaba, el otro destruía. Donde había oscuridad, el otro imponía luz...
Y como se odiaban, se alejaron. Y al alejarse, crearon un punto intermedio. Nació un tercero. Un equilibrio entre ambos. Un equilibrio que, como sus padres, era omnipotente. El ocaso entre la noche y el día. El gris que no es ni blanco ni negro. La penumbra que separa la luz más brillante de las sombras más oscuras. La vida que, por naturaleza, acaba en muerte que es, a su vez, fuente de vida.
Y entonces, el tercero, el equilibrio, estableció la norma de que ninguno de los otros dos podría intervenir en los mundos que la guerra entre ellos había dejado a su paso y, así, el Libre Albedrío se encargaría de decidir qué semilla, si la de uno u otro, era más poderosa en los seres que los habitaban. Porque sí, tras tanta guerra entre creación y destrucción, lucha de luz contra oscuridad, enfrentamiento antagónico... Surgió, entre otros muchos, este mundo.
Y para asegurarse de que el equilibrio se mantenía, el tercero dejó una parte de sí en cada mundo obligando a los otros dos a respetar una tregua impuesta mientras se convertían en espectadores del desenlace de una historia en la que ya habían escrito la introducción y habían dejado indicado el nudo.

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