Intento ordenar lo que, por definición, es caótico, como un
metrónomo que trata de marcar el inexistente compás de los
ruidos del tráfico en pleno atasco.
Ínfimo frente a un universo infinito.
Olvidado como la piedra que David no cogió para vencer a Goliat.
Un punto en la lejanía, el último de una recta sin principio ni
final que pasa por donde se encuentran los restos del humo que se ha llevado el
viento y el recuerdo de las huellas que sobre la arena ha borrado el mar.
Una lágrima de incógnito en una tarde de lluvia sin paraguas.
El peso en el pecho de un grito liberador reprimido.
Un instante perdido, como el último de lucidez antes de caer
dormido.
El vacío que deja un adiós de más y un abrazo de
menos en una despedida, equiparable al que rodea a esa estrella apagada
por las luces de neón de la ciudad en la que el tráfico ahoga los latidos del
metrónomo que, en vano, sigue intentando organizar este caos de incoherencias
del que están formados mi pensar y mi sentir.