Hoy ha muerto Saramago. Eso es lo que decían en las noticias mientras se me ponía la piel de gallina, sin entender muy bien por qué. No suelo ver las noticias, dicho sea de paso, lo cual contribuyó más a mi desconcierto.
Descubrí a Saramago hace cuatro o cinco años, no lo recuerdo exactamente. Un poco tarde, lo sé, pero diré en mi defensa que ya había oído hablar de él, aunque nunca me había enfrentado a ninguna de sus páginas. Ahora recuerdo un momento exacto, el de la primera vez que fui consciente de leer su nombre sobre la tapa de un libro titulado "El hombre duplicado" en el escaparate de una librería de una pequeña ciudad (o de un pueblo grande) que raya los veinte mil habitantes, aunque no fue hasta un tiempo más tarde cuando, por navidad, alguien que prefiero no recordar pero que inevitablemente recuerdo me regaló "Ensayo sobre la lucidez". Fue entonces cuando me sumergí en su literatura característica, complicada y a la vez directa y me enamoré de sus letras... Demasiado densas para leerlas de continuo, pero necesarias para abrir mi mente cuando tanta literatura fantástica a la que me reconozco casi adicto me la cierra. Saramago es para mí como abrir la ventana al aire puro, como ver la realidad, aunque sea dura, después de estar demasiado tiempo soñando o como reactivar mis sentidos tras un largo letargo.
Y aún me queda mucho Saramago por descubrir desde aquel "Ensayo sobre la lucidez", al que siguió el de la ceguera (los leí en orden inverso, qué le voy a hacer) y "Las intermitencias de la muerte", pero me entristece saber que algún día mi camino siguiendo sus obras se acabará.
No. No diré "me entristece que Saramago haya muerto"... Porque no es cierto del todo ni tengo derecho a decirlo, ya que no le conocí como persona, sólo como escritor. Lo que como lector si tengo derecho a decir y voy a hacerlo es que me alegro de que Saramago viviera y, sobre todo, de que escribiera como ha escrito.
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